Noviembre acababa y a nadie
parecía importarle. Las hojas de los árboles seguían sin caerse y mientras
tanto yo salía a pasear los días de lluvia y tormenta. A veces dejaba el paraguas en casa
y paseaba durante horas hasta que se hacía de noche.
Un día pude ver
a mi madre observándome desde la ventana. «Su
mirada a veces parecía tan triste como la mía, y a menudo, cuando nuestros ojos se
encontraban, sentía frío». En aquel instante noté algo. Sentí como si sus ojos quisieran decirme que Él no iba a volver.
«Él. Y a veces todavía tiemblo al
escuchar su nombre».
Él apareció en verano, un día de sol y de espuma de mar. A menudo
me cantaba al oído canciones con sabor a café y me acariciaba el pelo cuando
subía la marea. Tenía el pelo rizado y una sonrisa que conseguía quitarle la
respiración a cualquiera. La verdad es que no teníamos muchas cosas en común, pero quizás era eso lo que más me gustaba. Eso, y las noches que nos bañábamos a la luz de la luna.
Y así, entre carcajadas y canciones de Joshua Radin, logramos dejar de lado las notas importantes, el miedo a las alturas y hasta los relojes parados. Poco a poco, las horas pasaban y quizás no me daba cuenta que las miradas se
hacían una. Que el corazón latía
más fuerte que nunca. Quizás no quería entender cómo Él se estaba
convirtiendo en la persona más importante de mi vida.
Pero entonces pasaron agosto y septiembre y un día comprobé que el verano había llegado a su fin.
Lo supe en el momento que los suspiros se hicieron eternos, aquel día que me
miró a los ojos y el olor a espuma de mar desapareció.
Se fue. Y me sentí como la estrella que se va cuando sale el sol, como la nieve y el frío que cala hasta los huesos. Como el amor de Georgiana Cavendish y Charles Grey. Como el olvido...
Las lágrimas llegaron más tarde, a principios de noviembre. Más o menos cuando empezó a llover y comencé a pasear.
«Es entonces cuando
lloro, tan fuerte, que incluso a veces
consigo ganarle a la mismísima lluvia».
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